Gaudiu-lo.
DESDE DIFERENTES LUCES
Barrio Al Zahra, ciudad de
Homs, Siria
Enero del 2016
Abdel
Bari había tenido suerte, o al menos eso pensó mientras el coche giraba a la
derecha en la esquina.
Recordó
cómo el año pasado, dos hombres armados, habían bajado de un jeep en Raqqa, su
ciudad natal. Todos los chicos que estaban jugando en la calle, se apresuraron
a entrar en sus casas. Él se encerró en la suya, junto con sus padres y sus dos
hermanas pequeñas. Había cumplido los catorce años en febrero y, según su padre,
ya era todo un hombre. Sin embargo, cuando al cabo de un rato escuchó los
golpes en la puerta, se asustó. Había oído que, cuando ellos llegaban, los
niños desaparecían de sus casas. Pero a él no podían hacerle nada, se dijo, él
no era un niño; era un hombre. Su padre abrió la puerta y habló durante un rato
con uno de los soldados que había visto fuera. Varias veces se dio la vuelta
para mirar a Abdel Bari, con los ojos llenos de miedo y arrugas en la frente.
Gritaba. El soldado del Estado Islámico lo hizo a un lado y entró en la casa.
Cogió al chico fuertemente del brazo y tiró de él, queriendo alejarlo de su
hogar. Abdel se dio la vuelta, para ver como su madre gritaba, mientras su
padre la cogía por el vientre para que no le siguiera. El dolor de ella, le
llegó a él, y descargó con lágrimas su pena hasta llegar al jeep, donde le
subieron sin contemplaciones.
La mente
de Abdel, volvió al barrio donde se encontraba, al darse cuenta del control
militar. Miró al chico, un poco más mayor, que se sentaba a su lado. Recordó
por un breve instante su preparación en el campo de entrenamiento de 'Cachorros
del Califato', donde les sometieron a ejercicios militares, que robaron toda la
juventud de sus cuerpos, convirtiéndolos en masas musculadas. Conocieron la Sharia,
la ley islámica que debe regir la vida de todo buen musulmán, al servicio del
Creador. Allí fue donde descubrió, que su vida estaba sometida a los ojos del
Misericordioso, y que su misión era hacer que la mirada de éste, abarcase todo
el mundo, y que el islam llegase a cada niño que, como él, había estado ciego y
por fin vería la luz. Sin embargo, para crear, primero había que arrancar todas
las malas hierbas que crecían en la
senda que Alá quería para él.
Por ese
motivo estaba allí.
Un
soldado del régimen de Bashar Al-Assad, se acercaba al coche. Abdul, el chico
que conducía el vehículo y que estaba sentado al lado de Abdel Bari, le lanzó
una mirada condenatoria. Su destino estaba más cerca a cada paso que daba el
soldado. Abdel por primera vez en mucho tiempo, fue totalmente consciente de
cada fibra de su cuerpo, de sus quince años de existencia, de la bondad de su
madre y rememoró una vez más los ojos horrorizados de su padre. Pero una oleada
de fe lo puso de nuevo en la senda.
Antes de
arremangarse la camiseta, y dejar al descubierto un cinturón de explosivos,
antes de apretar el botón y de que todo saltase por los aires, vio los ojos
negros de una niña de ocho años, tocada con un velo, que cruzaba la calle a
unos metros de ellos, cogida de la mano de su madre. Ella le devolvió la
mirada.
Barrio Al Zahra, ciudad de Homs, Siria
Enero/Febrero de 2016
Ella vio al hombre que hizo
enfermar a su madre. Tenía los ojos oscuros y amargados, y le recordaron un
cuento sobre una sombra que su madre le contaba, cuando las horas se alargaban
demasiado. Luego, una luz potente, el temblor de la tierra y, tras el silencio
que vino después, gritos. Muchos gritos. Entre otros, los de ella. De repente,
la mano de su madre se había soltado de la suya, y su cuerpo cubría el de
Malak. Cuando todo terminó, la mano de Baraka, su madre, se había vuelto
demasiado endeble para ella. Malak la miró un rato, sin entender lo que tenía
que hacer ahora. Como éste se había derrumbado, volvió a casa para buscar su
otro pilar. Faysal ya había oído el estruendo provocado por la explosión y la
esperaba en la puerta.
- ¿Y tu madre? -preguntó él,
acuclillado para estar a la altura de su hija. Malak no respondió. No
comprendía por qué de repente todas las miradas estaban plagadas de miedo-. ¿Dónde
está tu madre, Malak? ¡Dime dónde!
Faysal zarandeaba a su hija
de pura histeria, cuando se oyó otro estallido, de menos intensidad. El cuerpo
de su hija, tembló bajo sus manos. El padre corría entre las calles, buscando
el lugar del que todo el mundo huía. Malak lloraba, porque cada vez veía más
lejano el silencio y se apresuró a seguir a su padre para poder acogerse a su
mano.
Llegaron al lugar donde el
coche había lanzado ese sarpullido de fuego y Malak vio a su madre tendida en
la calle, con el burka empapado de sangre. Estaba un poco más apartada del
lugar de la explosión; seguramente algún vecino la habría ayudado a moverse.
Faysal cogió en brazos a su
mujer, con cuidado de no hacerle daño, y dio la espalda a la escena. Los tres
regresaron a casa, sintiendo Malak y su padre un pinchazo en el alma, cada vez
que se escuchaba la entrecortada respiración de Baraka.
Sus padres subieron al coche
que tenían aparcado en frente, uno ayudado por el otro, y fueron al hospital.
En la pequeña casa, Malak encontró
la paz de la que había sido privada y su mente asimiló poco a poco, lo que
había pasado. Informó a su hermano de cinco años, con un breve y endulzado
resumen de lo ocurrido, pues el pequeño no paraba de llorar.
Los dos se sentaron en la
mesa y esperaron. Al cabo de un tiempo, sus padres volvieron.
-El hospital estaba lleno de
los heridos de la explosión y no paraban de llegar más -musitó Faysal a modo de explicación-. Se han limitado a
vendarle las heridas.
Maldijo durante un rato
mientras depositaba con dulzura, el cuerpo de Baraka en el sillón. Luego la
cubrió con una fina manta.
-¿Nos podrá contar el cuento
de la sombra pronto, papá? -preguntó Habîb.
Él se encogió de hombros y
pronunció unas palabras que no podían ser ciertas:
-No lo sé.
Pasaron cuatro días, hasta
que Baraka pudo hacerse cargo de si misma. No fue tanto su cuerpo, como su
mente la que consiguió la proeza de ponerla en pie al quinto día. Tenía
quemaduras en la espalda que a Malak le parecieron fascinantes. Al cabo de ocho
días, Baraka le contó a su hijo una vez más, cómo la sombra se había
desprendido de su cuerpo para ser libre de ir donde quisiera.
Una noche, Malak no conseguía
dormir, pues la sombra había venido a hacerle compañía y no podía deshacerse de
ella. Puso los pies en el suelo y guio sus insonoros pasos, hasta la pequeña
habitación que hacía las veces de cocina y comedor. Unas voces susurraban desde
la mesa.
-Tenemos que irnos -decía la
siempre pacífica voz de Baraka, que ahora había adquirido un deje lleno de
terror-. He oído hablar en el mercado de gente que estaría dispuesta a
llevarnos en jeep hasta el Desierto de Siria. Por allí podemos cruzar hasta
Jordania -. Su marido negaba con la cabeza. Ella acogió su mano entre las suyas
y la besó-. No puedo seguir esperando con miedo a que vuelvas del trabajo,
contándole a los niños cuentos para que no piensen en ello. Esta vez he sido
yo, pero no es la primera que sucede y la próxima podría pasarte a ti. Si no
quieres pensar en ti, Faysal, piensa en mí y en tus hijos. Yo no trabajo. ¿De
qué van a comer si tu tampoco puedes hacerlo? ¿Y si te llaman al frente?
-Tengo el permiso necesario
para no ir; soy funcionario del Estado.
-Ese permiso caduca a los
cinco años.
-Puedo pedir otro.
-Dime, ¿crees que cuando las
manos para empuñar armas se agoten, tendrán en cuenta que eres un funcionario
del Estado? Si algún día, soldados del Estado Islámico vienen para llevarse a
Habîb con ellos ¿les dirás que trabajas para el régimen de Bashar Al-Assad?
Un silencio la siguió. Malak
se pegó aún más a la pared y contuvo el aliento.
-Y una vez en Jordania -dijo
su padre con voz grave-, ¿qué? ¿A dónde vamos? ¿Hasta qué punto querrán acoger
a una familia de refugiados sirios?
La voz de Baraka sonó firme,
segura en un mar encabritado.
-Tendrán que hacerlo porque
no pienso permitir el que mis hijos, vivan con el mismo miedo que tú y que yo.
Si hay alguien en este maldito país que no se haya vuelto loco, y que vaya
contra todo, esos son los niños, mis niños. Ellos no pagarán las consecuencias
de haber nacido donde han nacido.
Faysal se levantó, dio la
vuelta a la mesa y cubrió la frente de su mujer con un beso, mientras ella
cerraba los ojos y se dejaba mecer por el engañoso y suave oleaje del instante.
-Está bien -dijo él
rodeándola con los brazos y apoyando el mentón en su pelo-, está bien.
Malak respiró y volvió a la
cama para soñar con Jordania. Seguro que allí no tendría por qué temer a una
sombra.
Desierto de Siria, Siria/Jordania
Febrero de 2016
La carretera era demasiado
larga para que el trayecto fuese cómodo. Baraka examinó con la poca luz que se
filtraba por la lona, colocada encima de sus cabezas, al resto de la gente que
viajaba en el remolque del jeep. Eran ocho personas que se apretujaban en el
pequeño transporte.
Bajo cada uno de sus brazos
protectores, asomaba la mirada curiosa de sus hijos. Faysal estaba a su lado,
murmurando plegarias que a Baraka no le llegaban. Después de ser víctima de una
creencia, se negaba a secundarla. De vez en cuando notaban, pues no podían ver
qué había fuera, cómo el coche paraba en un control. Pasó pocas veces durante
el viaje, y los conductores no tardaron mucho en colocar un par de billetes,
con bonitas cifras pintadas, dentro de los papeles, que luego les entregaban a
los soldados del régimen.
Baraka hizo cálculos rápidos,
intentando aprovechar lo que quedaba de trayecto, para planificar el resto del
viaje por el desierto. Les quedaba muy poco dinero tras haber pagado los
pasajes del jeep. No le preocupaba no tener suficiente para viajar por un desierto,
pues no veía en qué podría utilizarlo. Sin embargo, entrar en Jordania siendo
pobre era algo bastante difícil. También había pagado por una mochila llena de
víveres, para cruzar el desierto y uno de los conductores haría con ellos y el
resto de pasajeros el viaje hasta entrar en el país vecino. Pero sabía que
cruzar un desierto, no era algo que dos niños pudiesen hacer fácilmente. Lo más
seguro era, que no consiguieran ir al ritmo del resto de gente, que haría el
camino con ellos. En el jeep solo había dos pequeños; sus dos hijos, a los que
ella pensaba proteger, aunque para ello tuviese que cargarlos en su espalda
todo el trayecto. Se dijo que era cuestión de resistir, que el dolor y el
cansancio físico eran vadeables.
Las horas parecían
multiplicarse entre ellas, hasta que por fin el coche paró y oyó el latigazo
que soltó el cerrojo del remolque al abrirse. Habían llegado.
Bajaron del remolque en
tropel, y la luz del sol sirio rebuscó en los ojos de Baraka, obligándola a
entrecerrarlos. Conforme iban bajando, uno de los conductores les lanzaba una
mochila que, o bien recogían al vuelo, o iba a dar con la arena. Aunque la
carretera proseguía a sus pies, gran parte de ella estaba cubierta por el polvo
que el viento arrastraba consigo. De vez en cuando una brisa cálida rozaba la
sudorosa piel de Baraka, que apretaba a Malak y Habîb, quien no conseguía
cargar con su pesada mochila, contra sus piernas.
-¡Bien, escuchadme! -gritó
uno de los lanzadores de mochilas- A partir de aquí vamos a seguir a pie, para
evitar los controles y las aduanas ¿entendido? Iremos rápido. Quien no pueda
seguirme, que se separe del grupo; no esperaremos a nadie, pase lo que pase.
Aún estamos en territorio sirio, y la mitad de este grupo sois hombres en edad
militar, incluido yo. Las penas para desertores no son algo por lo que esté
dispuesto a pasar, ¿entendido? Tampoco os recomiendo que malgastéis comida o
agua; tardaremos mucho en encontrar más, ¿queda claro? Pues vamos.
Cuando acabó de hablar, el
hombre barbudo, encaminó sus pasos hacia un punto en el horizonte, donde se
extendía una despiadada e infinita estepa.
Baraka cargó con la mochila
de Malak, además de con la suya, mientras que Faysal hizo lo propio con la de
Habîb.
Por las noches, el grupo se
reunía y Baraka y su familia caían desplomados sobre los sacos de dormir. En el
momento más inesperado, las temperaturas bajaban de repente, y Baraka
apretujaba los cuerpos de sus hijos contra el suyo. Ellos dormían tranquilos,
tras la larga caminata del día, encontrando alivio en el descanso de sus pies.
Pero ella se quedaba mirando al cielo, viendo el resurgir de las estrellas
blancas sobre el negro, noche tras noche, y el horizonte parecía estar igual de
lejos que ayer y sus hijos cada vez más cansados.
Una mañana, se dio cuenta de
que no tendrían suficiente comida. El fondo de las mochilas, se podía ver cada
vez con más claridad. Lanzó una mirada a su marido y este asintió. Ella les dio
el pan duro a sus hijos y fingió estar escudriñando en la bolsa, mientras
contenía las lágrimas.
-¿Vosotros no coméis?
-preguntó Malak, devorando el triste mendrugo con ansia.
-¿Nosotros? -dijo Faysal
invocando los ojos curiosos de sus hija- ¡Hace horas que nos hemos despertado!
Comimos con ese matrimonio que ves allí – y señaló a un hombre y una mujer que
no tenían pinta de conocerse siquiera-. No queríamos despertaros porque
parecíais muy cansados.
Sin embargo, Malak no terminó
de comerse su pan y, dejándolo intencionadamente sobre el cúmulo de mochilas,
obligó a su hermano a acompañarla, para ver un lagarto que se escondía entre
las piedras.
-Es igual de inteligente que
tú -afirmó Faysal a su mujer-. Anda, guarda ese trozo. Creo que le va a hacer
falta.
De repente, el grito de Habîb
cortó el aire. Los padres se acercaron para ver qué ocurría. Faysal arremangó
los pantalones al chico, pues este se apretaba llorando la pierna. A la altura
del gemelo tenía una herida muy pequeña, como un mordisco, de la que salía un
poco de sangre.
Baraka se llevó la mano a la
boca y quiso negar la realidad. Se obligó a pensar que tan solo era un arañazo.
Llamó al guía para que les ayudara. El hombre examinó la herida y dictó
sentencia:
-No sobrevivirá. Es una
picadura de escorpión, lo siento.
La fiebre fue lo siguiente.
El hombre barbudo, tal y como había afirmado, no esperó. El grupo siguió su
camino, mientras ellos intentaban buscar un lugar a la sombra en el que
cobijarse. Pero en el desierto, las sombras no existen.
Baraka dedicó sus esfuerzos,
el agua de las mochilas y la comida a Habîb. Se empeñó en salvaguardarlo, cuando
sabía que sólo le quedaba un soplo de vida en las venas, y algo de víveres en
las mochilas. El día en que Habîb muri,ó el cielo dejó de ser azul y el
desierto no volvió a ser cruel. Tan sólo había un pozo negro de aguas
emponzoñadas.
Baraka rodeó sus rodillas con
los brazos y se balanceó a delante y a atrás, murmurando primero, sollozando
después. Faysal enterró a Habîb como pudo, excavando con las manos, la tumba de
su propio hijo.
A partir de aquel día, Baraka
y Faysal dejaron de comer, pues no había suficiente para los tres. Las comidas
de Malak, se redujeron al almuerzo y la cena. Después, únicamente al almuerzo.
Tampoco sabían hacia dónde iban, ya que no tenían a nadie que les guiara.
Un día, Faysal cayó
desplomado al suelo. Hacía dos días y dos noches, que no comía ni bebía, el sol
no se apiadaba de ellos y la luna era menos frívola. La muerte fue tan rápida,
que le robó hasta sus últimas palabras.
Esta vez, Baraka no lloró.
Solo siguió caminando, viviendo, respirando. Se limitó a coger fuertemente la
mano de su hija entre las suyas, y a andar más deprisa. Pero la estepa, la
arena en los ojos, las largas y frías noches, no terminaban.
Habían pasado cuatro días
desde que Faysal murió, y Baraka condujo a su hija hasta un pequeño pedazo de
tierra donde la arena del suelo no ardía. Las dos se sentaron; Baraka apoyó su
espalda en una piedra grande y Malak se dejó caer en frente.
-¿Crees que papá y Habîb nos
están viendo? -preguntó la tierna voz de Malak, rebuscando en el cielo.
Baraka rezó para que su hijo
y su marido, no fueran testigos de sus penurias. En vez de responder a la
pregunta de su hija, con voz seca y cansada, le volvió a contar el cuento, que
su hijo le había pedido cuando ella estaba enferma.
-¿Sabes porque la sombra vaga
por el mundo buscando algo mejor, Malak? -dijo Baraka, casi susurrando-. Lo
hace porque sabe que hay algo mejor para ella, que no tiene por qué estar
sometida a un dueño que le diga qué hacer, y cuándo hacerlo. Ella es consciente
de que se merece algo mejor, ¿comprendes? Es importante que lo entiendas.
Malak asintió y aspiró el
ardiente aire del desierto. Una lágrima, se deslizó por su mejilla.
-¿Te estás muriendo, mamá?
-murmuró con voz entrecortada.
-No, Malak. Voy a buscar ese
lugar mejor que hay para mí.
-Pero, mamá, ¿qué haré yo?
-Caminar, hija. Coge las
mochilas y camina. Tienes que llegar a Jordania, tienes que llegar allí. Seguro
que te gusta. Conocerás a otras chicas de tu edad, ya lo verás.
Malak se acurrucó sobre el
pecho de su madre y sintió el subir y bajar de sus pulmones. También fue la
primera y la única, en sentir cómo su corazón dejaba de latir.
Valencia
Febrero del 2016
Amparo robó una cereza del
cuenco de frutas, que debía sacar a la mesa para el postre.
-Golosa -la reprendió su
madre que, como ella, se encontraba en la cocina.
Amparo dio un respingo y
lanzó una sonrisa descaradamente roja a su madre. Se apresuró a coger el
frutero para sacarlo al comedor. La luz que entraba por las ventanas, provenía
de las farolas de la calle. La luna se desdibujaba sobre ellas.
Depositó su carga en el
centro de la mesa y fue a tomar asiento en ella, junto con su padre y su
hermano.
-Por fin, ya era hora -dijo
su padre refiriéndose a la repentina entrada en escena del postre- ¿Qué es lo
que masticas? ¿No te habrás comido una cereza?
El hermano de Amparo, rio a
gusto y se encogió de hombros, con una mueca graciosa perfilada en su rollizo
rostro.
De repente, la periodista de
las noticias apareció en el televisor.
-Hoy por la mañana -empezó
dirigiendo miradas circunspectas a sus notas-, una niña de ocho años, ha sido
encontrada vagando sola por el Desierto Sirio, en la frontera entre Siria y
Jordania, por dos soldados del ejército jordano. Estaba deshidratada y
visiblemente desnutrida. Al parecer, la muchacha, se ha negado a hablar y
mantiene un silencio permanente. Ya se están tramitando los papeles para darle
asilo como refugiada.
Como refugiada. Ni como
persona, ni como niña, tan sólo como refugiada.
En la pantalla apareció la
fotografía de una chica con el rostro moreno, cejas y pelo negro y los labios
agrietados. Dos esferas perfectas y oscuras se escondían indiferentes bajo sus
párpados.
Sonó la melodía que procedía
y la periodista pasó a hablar sobre la pronta inauguración de un teatro en
Madrid.
-Pobre chica -dijo la madre
de Amparo, mojando las cerezas en el chocolate fundido que había sacado de la
cocina-. No le espera nada bueno.
-Estoy de acuerdo -afirmó su
marido rascándose la cabeza.
Terminaron de cenar
rápidamente. El hijo del matrimonio se fue a trabajar, ya que tenía turno de
noche. Amparo y sus padres se acostaron tras reírse un rato con la película que
ponían en la televisión. Ya acostada, Morfeo se apresuró a arropar a Amparo con
un plácido sueño.
En la otra esquina del mundo,
una niña de ocho años se revolvía en una incómoda cama, sin poder conciliar el
sueño, pues era la sombra que sólo merecía, dos comentarios en la cena y a la
que nadie quería tener a su lado.
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